Por una melena
Ayer por la tarde el ferrocarril regional parecía conducir a cualquier parte menos a Múnich. Los vagones iban saturados, cargando con gente de humor variable desperdigada por los pasillos. Unos pocos se espatarraron sobre sus maletas, muchos permanecimos de pie, todos sudados por el calor y la carne concentrada. La olor a humanidad se hacía notar y la falta de aire acondicionado era clamorosa. Solamente las vistas sobre los lagos y las colinas salpicadas de casonas que apuntan a los Alpes en Oberbayern me hacían ver que aquello no era el Tercer Mundo. Una señora alemana por encima de los 50 años fue la protagonista de la escena más lamentable del viaje, cuando se levantó de su asiento para exigir al resto de viajeros que cerrasen la ventana. Su vestido amarillo chillón, rematado con un collar de bolas, parecía ser el único que no se arrugaba en aquel coche. No tuvo suerte, todos teníamos demasiado calor y un grupo de viajeros del Nuevo Mundo tenían en su mano la llave de aquella ventana. Tras la negativa rotunda que recibió a su exigencia, la señora alemana del vestido amarillo perdió los nervios, incluso gritó, y llegó a pedir mi intermediación como traductor. Debía estar terriblemente preocupada por su media melena cincuentona, y desesperada, para recurrir a mi. No pude ayudarla. Después de perder la educación y no encontrarla en medio de un vagón abarrotado, aquella mujer nos abandonó pronto, caliente sin pasar calor. El tren siguió oliendo a humanidad hasta llegar a la ciudad. La ventana siguió abierta y, ya de noche, hubo dos matrimonios, de australianos y americanos, que brindaron con cerveza bávara a la salud de aquella melena tan bien peinada.