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Año Nuevo: dos deseos y un apunte
Entre los propósitos de Nuevo Año tenía en mente arrancar 2018 con un breve post en el Quadern. Cada vez me cuesta más encontrar un hueco para dejar aquí cuatro notas, no es ningún secreto. Maldito trabajo; bendita Aitana. Faltaba el tema. Prometo que no inventaré nada. Nunca invento nada (de lo que aquí escribo, ojo). Veamos. O estoy gafado, o soy un afortunado, o juego con fuego… o de todo hay un poco. El caso es que empiezo a pensar que debería de cambiarle el nombre a este blog, ya tardo. Anoche llegamos a Múnich después de doce días combinando a saco abrazos y besos a seres queridos, largas siestas, turrones, gambas y gintonics. Una bomba, aunque ese no es el tema ahora. Aquí, en casa (son seis años en Múnich; esto es nuestra casa) hemos empezado el año con las pilas cargadas y, diría, con buen pie. De momento, solo he salido a la calle una sola vez y, a mediodía, escribo estas líneas todavía sin quitarme el pijama, ni las legañas. Pero ha merecido la pena pisar la calle esta mañana. Nada de nieve ni una mañana bucólica, un día aciago de viento asqueroso, escaso de frío. He bajado a algo tan poco agradable como tirar al contenedor la montaña de envases acumulados en casa. De regreso, como no, he pasado por delante de las bicis. Ya sabéis que el tema bicicletas me puede. He fijado la vista en las nuestras, la de Mariola y la mía. Los que me conocéis, o los que habéis leído alguna vez mis pensamientos en voz alta en este blog ya podéis imaginar lo que viene a continuación… No vais mal encaminados. Que sí, que he vuelto a olvidar cerrar la bicicleta con candado. Y ahí estaba, como siempre, aparcada en el mismo lugar donde la dejé hace dos semanas. Dos semanas! Puedo decir, de hecho, que esta vez he batido mi propio récord. Casi medio mes en plena calle, sin candado, una bici chula, “en oferta”, al mejor postor, y nada, que no me la roban. Así las cosas, he subido a casa feliz como una perdiz. Eso sí, no sin antes cerrarla con llave, que hay mucho mangui suelto. Antes de terminar la historia, aprovecho para pedirle al 2018 dos deseos: el primero, que Múnich siga así de bien, o mejor, si fuera posible. El segundo, que mi disco duro se acuerde de tanto en tanto de avisarme que al aparcar la bici en la calle, a la puerta de casa, no estaría de más cerrarla con candado. Ya de paso os dejo un comentario final: “tú, el del fondo, no pienso decirte donde vivo, ni en que esquina aparco mi bicicleta. Goloso, que eres un goloso”.
El recuerdo del señor Pepe
Tenía unos setenta y cinco años, aunque sus cabellos blancos, su piel arrugada y su espalda encorvada apuntaban en una dirección diferente. Era, en todo caso, su mirada en demasiadas ocasiones perdida, la que lo hacía parecer definitivamente mayor. El señor Pepe era un hombre alto, cuyas manos grandes de dedos infinitos ocupaban una parte central de su personalidad. Todavía no sabía por qué, pero su tendencia a apoyarlas sobre su pecho, con los dedos entrelazados, me lo hizo sospechar desde el primer momento. Su mujer, Angelita, era una señora entrañable de conversación ininterrumpida, cuyos ojos enormes y su tendencia a la sonrisa hacían más llevaderos sus discursos inconexos. Se pasaron juntos, sin separarse un segundo, toda la semana. Posiblemente así haya sido durante décadas y así lo sea hasta el final de sus días. El despiste del señor Pepe era mayúsculo. Tanto, que cada día me preguntaba dos veces dónde estábamos. Una antes de salir del hotel, y otra antes de llegar. También me preguntaba muchas otras cosas, que olvidaba al instante. Incluso obviedades, como qué habíamos visto un rato antes, qué íbamos a comer (o qué había comido) o incluso por su compañera de habitación en la próxima parada, sin lugar a dudas su esposa Angelita. Sospecho que el señor Pepe no advirtió la mezquindad de nuestro chófer, Leonardo, un castizo más chulo que un ocho, y pícaro como Lázaro. Una semana entera nos paseó fumando al volante y dando volantazos injustificados sin ton ni son, hasta el punto que en uno de ellos desparramó, en un acto de inconsciencia que no viene a cuento, gran parte de nuestras maletas en medio de una de las calles más concurridas de Múnich. De ello, estoy seguro, no les hablará el señor Pepe a sus nietos cuando regrese a su querida ciudad de Ceuta. Tampoco advirtió, el señor Pepe, la categoría, o falta de la misma, de los hoteles en los que nos alojamos, o la poca variedad de los menús que degustó, los cuales, como he contado, olvidaba a los pocos segundos de acabar con el postre. Maldición. Llegué a cuestionarme qué diablos hacían aquellos dos pobres ancianos entre nosotros, paseando sin rumbo, a pesar de mis esfuerzos, por Alemania. Una noche, de repente, todo cambió. Al salir de la cena en el pomposo comedor del hotel, el señor Pepe se detuvo un instante, y se volvió hacia mí, desnortado como siempre. “Querido Jordi, acabo de advertir que en aquella esquina hay un piano de cola. Te ruego vayas a recepción y preguntes si podría tocarlo”. “¿Cuándo?”, le pregunté. “Ahora mismo”, me respondió. Acudí a recepción, eran más de las diez de la noche, de un día entre semana, por lo que pregunté aquello por compromiso, sabedor de que la respuesta iba a ser un no alemán. Es decir, una negación innegociable. Para mi sorpresa, la encantadora recepcionista en servicio me contestó sin dudarlo con un “por supuesto, aunque solo si el caballero que quiere tocar el piano tiene los conocimientos necesarios como para no molestar a nuestros huéspedes”. Menuda papeleta, pensé. Regresé entonces donde el señor Pepe, acompañado por Angelita y un grupo de amigos. “Puede usted tocar el piano“, me arriesgué. Y salí por patas hacia mi habitación, antes de que aquella anécdota se convirtiera en un problema. O mejor dicho, en mi problema. Cuando llegué al dormitorio, fue tras lavarme los dientes y emprender mi lectura de cada noche, cuando lo comprendí todo. En un primer momento pensé que había conectado por error el hilo musical, pero pronto advertí que lo que se filtraba por las paredes era el concierto que el señor Pepe había arrancado dos pisos más abajo. Nadie en el hotel osó protestar por aquella música, celestial, interpretada por un anciano que resultó ser un profesor de piano retirado que había olvidado casi todo, menos la delicadeza con la que era capaz de interpretar aquellas y muchas otras notas. Entonces, repito, comprendí. Comprendí que el señor Pepe y, especialmente, su querida Angelita, volverían felices a casa, y les contarían a sus nietos aquel pequeño concierto que había ofrecido su abuelo en Heidelberg. Aquello no lo iban a olvidar, estoy seguro, pues es lo único que el bueno de Pepe me recordó en los últimos días de nuestro viaje juntos, hasta nuestra separación al final del mismo. Es mucho más de lo que se llevan a casa muchos de los viajeros que por aquí pasean, a menudo incapaces de memorizar ni uno solo de los sitios que visitamos, de saber si han tomado tal foto aquí o allá, perdidos como andan en busca de la enésima imagen efímera para su perfil de Facebook, o de una habitación de hotel en la que la moqueta sea de su color preferido, los caramelos sean de menta en vez de clorofila, o la alcachofa de la ducha se eleve ni mucho ni poco, sino lo justo y necesario, por encima de sus cabezas. Estos, tan lúcidos, andan tan o más perdidos que el señor Pepe, sin su concierto de piano.
Jugando con fuego
Más de un lustro en Múnich hace que vea las cosas de otra manera. Ha dejado de parecerme el paraíso, la del puesto 4 en la lista Mercer (que, por cierto, ahí sigue en el ranking de 2016)… ahora es simplemente mi ciudad, una urbe enferma de polución como todas, cada vez más sucia, a día que pasa más estresada, que ha pasado de cara a carísima, y que además está llena de alemanes malcarados (eso ya lo veía el primer día) que me ponen de los nervios (eso sí que es nuevo), porque cuando gruñen entiendo lo que dicen. A todo esto, escribo esto mientras leo en el periódico dos noticias del día que ya no son noticia: un aviso para que nos preparemos para una gran obra que va a colapsar durante cinco años una de las principales estaciones de metro; un segundo aviso, este de urgencia, porque un incendio ha obligado a cerrar el stammstrecke en el S-Bahn. El caso es que el desastre del transporte público de Múnich (léase metro y tren de cercanías) merece un capítulo a parte, y yo además me he propuesto postear hoy de unas pruebas empíricas mías de resultado bastante más feliz. Esto va también de tópicos y de lo mal y lo bien que se vive aquí, pero en concreto del tema seguridad, y en modo vivencias en carnes propias. Relato en formato #cientocuarentacaracteres, titulado Jugando con fuego: miércoles por la noche, vuelvo a casa con la bici, a la carrera, tarde, con ganas de ver a Mariola y Aitana (no hagáis caso del orden de prioridades, es un ejemplo); aparco en la puerta y tiro corriendo para arriba, besos, cenamos, la tele y a sobar en el sofá (rutina); jueves por la mañana, nos levantamos, desayunamos y me pongo a leer el periódico en el…; mierda, ¿y el iPad?…; ¡mierda, mierda, mierda! me lo dejé anoche en la mochila, enganchado en el portacestas de la bici (sí, me lo dejé en la puta calle); tiro para abajo de un salto, en pijama, pelazo, legañas, casi descalzo…; ufffff, aquí está, sano y salvo, todo: la bici (candada), la mochila, el iPad…; subo para arriba, acabo desayuno, me lavo, tiro en bici con Aitana a la guarde; desengancho el carro de la bici, la dejo en clase, me vuelvo a casa (ya sin el carro); cuatro de la tarde, regreso a por Aitana al cole, la recojo, busco el carro de la bici (aparcado en la calle)…; ¡mierda, mierda, mierda! esta mañana he dejado el carro de la bici, (cuesta un pastizal) sin candado, todo el día, en la calle; por cierto, el carro de la bici, sin candado, sigue en el mismo lugar donde lo dejé esta mañana; ya van dos; en fin, engancho el carro a la bici, tiramos para casa, llegamos…; ahora sí que sí, saco el carro y lo guardo en el garaje bien candado, que lo que no han mangado los vecinos del barrio me lo van a mangar los vecinos del edificio (propietarios, setentones, con cuatro veces más pasta que nosotros… muy necesitados, vamos)…; una tarde más en la oficina: jugamos, merendamos, cenamos, vemos la tele, sobamos en el sofá…; por fin es viernes, y volvemos a la rutina: desayunamos, saco el carro de la bici a la calle, busco la bici, engancho el carro…; ¡mierda, mierda, mierda! ayer por la tarde olvidé cerrar con candado, esta vez ¡¡¡la bici!!! (y en la calle); nada, que ahí está la bici (que olvidé candar anoche), como el carro (que olvide candar ayer por la mañana), como el iPad (que olvidé en la calle la noche de miércoles)… Fin del relato empírico, que además es un cuento de empirismo verídico, de despiste total. Felizmente acontecido en Múnich. Por cierto, para acabar de teñir esto de melodrama, tengo que deciros que no nos vengamos arriba. Hace unas semanas, el empirismo de un colega residente en el mismo barrio que yo me hace constatar que no siempre es igual: igual te dejas la bici debidamente cerrada con candado en la puerta de casa, y a la mañana siguiente resulta que te la han mangado. Que también pasa.
(Gran) error de principiante
Hace cinco años justos desde el aterrizaje, y uno desde que llegó Aitana. El Quadern agoniza desde hace meses. Algo que, por otro lado, no me preocupa lo más mínimo. Pero me niego a enterrarlo. Muerte lenta, pues. Me prometí que esta semana, por lo del primer aniversario de La que mira els estels, anotaría alguna cosa. Como quien no quiere la cosa, hoy, martes, el azar se ha cruzado en mi camino, y me ha regalado carne de post. Sí, he cometido un error de bulto, una cagada nivel A1.2 de alemán (qué tiempos aquellos), de recién llegado a la Hauptbahnhof maleta y diccionario en mano. Pero no te me pongas nerviosa, madre, que no he cometido delito, al menos que merezca multa o sanción económica. No me he saltado ningún semáforo en rojo, ni me he montado en el metro sin pagar (eso hace años que no se me ocurre, y no precisamente por miedo a que me cojan sin billete). Eso está superado hace rato. Aunque, confieso, lo de hoy…, lo de hoy ha sido todavía peor. Esta tarde, primer día de café y kuchen en la guarde de Aitana desde que existimos, he debutado a lo grande. Mira que no tenía yo previsto quedarme a la tarta. Mira que me lo he dicho, de camino, en la bici: ”llegas, recoges a la peque, y te vas a casa. Que tienes un montón de trabajo. Que no está su mamita, que es la que casa mejor con el asunto…” Pues no, tenía que cagarla. Lo cierto es que la erzieherin me ha hecho la encerrona. Le he entrado con un ”Ich trinke kein Kaffee, danke” (pues eso, que no bebo café). Y entonces la profe me ha metido un gol por la escuadra. ”Kein Problem aber Kinderpunsch trinken Sie sicher” (nada, que un rato sí que lo tenía)… Y, claro, tampoco se puede ser tan cazurro. Ale pues, quítate los zapatos y pa’dentro. ”Hola, buenas; hola, buenas…” Aitana que llora, la otra que moquea, la madre que qué mona la nena y que qué pestañas, el otro que Woher kommen Sie, y así, calentando motores, tan a gusto. Bueno, o eso creía. Hasta que me ha parecido intuir una sonrisita maliciosa en una esquina, mirada en dirección a mis partes bajas incluida. ”Las madres alemanas, que se ríen para adentro, he pensado”. Estaba equivocado. Pronto he descubierto el pastel. Ha sido casual, repentino, un abrir y cerrar de ojos. Suficiente. La hecatombe, el tierra trágame. Los pies al suelo, me han caído. En realidad, lo que me ha caído a los pies ha sido el chupete de Aitana. Y, justo en ese instante, en la maniobra esa de te agachas y lo recoges, ha sido cuando he mirado hacia abajo instintivamente, descubriendo sudoroso que tenía una gran patata en el calcetín. Mierda, mierda, mierda. Qué patata, de ahí te salía una tortilla de seis huevos. Y mira que me lo tengo dicho y redicho: calcetines con agujero, a la basura, que en este país uno se descalza cuando menos se lo espera. Pues nada, no hay manera. Que no aprendo. Y eso que solo tengo unos calcetines agujereados de más de veinte pares que hay por el cajón. Da igual, siempre toca, como Fabra y la Lotería, es el destino. Son tan calentitos… En fin, nadie puede imaginar lo lentos que han pasado los siguientes cinco minutos, qué manera de comer tarta, cuanta más comía, más parecía quedar. Aquello no se acababa nunca. A punto he estado de beber café, a ver si me descoloraba un poco. Ni a base de ponche de los niños. El pastel interminable. De nada ha servido comprobar que, en realidad, nadie me estaba mirando los pies, como si no tuvieran nada mejor que hacer. Demasiado tarde, la histeria ya estaba desatada en mi interior. En adelante, ya no volveré a ser el chaval bajito (en el grupo de Aitana las mamás no son precisamente veinteañeras) que trae a la nena esa tan mona de los ojos grandes en su bici con anhänger. A partir de hoy soy el de los dátiles. Insisto, los calcetines con patata en Alemania… total verboten. Cuando menos te lo esperas, te la juegan.
Diario de Oktoberfest (XII): Menos visitantes, menos consumo… ¿Cuestión de bolsillo?
Acaba el Oktoberfest y llega el primer balance. Los datos son de la oficina de prensa local, así que mejor darlos por válidos, que no por buenos. Y no es que no sean buenos, simplemente es que son peores. Son los menos buenos, de hecho, de los últimos seis años. Esto es: en 2015 se han contabilizado 5,9 de visitantes al festival durante los dieciséis días de duración. En 2014, el Oktoberfest de Múnich registró 6,3 millones de visitantes, que a su vez supuso un descenso en las cifras de asistentes respecto a los tres años anteriores. En 2011, se registró la cifra récord de 6,9 millones. Esta es de hecho la primera vez desde 2009 que no se alcanza la cifra de seis millones de visitantes. Significativo. En cuanto a datos de consumo de cerveza, más de lo mismo: esta vez se han consumido 7,3 millones de litros. Son muchos, cierto, pero son 400 000 litros menos que en la pasada edición. En fin, sin entrar a fondo en el tema (por ejemplo: mesas vacías en las tardes de entre semana, colas y empujones en fin de semana, más extranjeros y menos locales…), a la vista de todos está que el precio de la cerveza sigue creciendo imparable, mientras el festival en sí mismo parece haber frenado en seco su progresión. Igual deberían de hacérselo mirar…
Diario de Oktoberfest (XI): ojos que no ven corazón que no siente
La 182ª edición del Oktoberfest está en marcha. Y ya son cinco (las mías, claro está). Quedan pocas imágenes del festival que puedan sorprenderme a estas alturas, todo lo contrario que a la legión de asiáticos que correteaba ayer por la mañana por el Wiesn, disfrazados tod@s. Como la chica de la foto con su trofeo. Yo, fue sonar el petardo de las doce, abrirse los grifos de la birra y salir corriendo del lugar. No alcancé a ver el primer carrito de la cruz roja al rescate del primer coma etílico. Esta vez nuevo récord: 80 minutos desde la apertura del festival. En cualquier caso, la foto de este año va a ser muy difícil de tomar. Está en la estación central de trenes, donde van a coincidir los miles de oktoberfestivaleros y los casi 10 000 refugiados sirios e iraquíes que están desembarcando desde Austria al día. No sé si por el bien de unos o de otros, o por un tema de tapar vergüenzas, pero la estación está blindada: cerrada al tráfico rodado, los refugiados a buen recaudo (están en una zona aislada a la que se impide al paso), policía en cada esquina… Refugiados y borrachos, pues, raramente se cruzarán por la estación. Y mientras tanto, a cuatro calles, ya sin dolor ni remordimiento, corre la cerveza a mares. Para bien y para mal.
Pis. Segunda parte
Guiller, te informo detalladamente con la esperanza de que entiendas mejor aquello que te dije la última noche por teléfono. Lo del pis. El asunto es simple: B ofrece un servicio. A se interesa por el servicio. A expone algunas necesidades previamente a la contratación del servicio que ofrece B. B accede verbalmente a satisfacer esas necesidades, antes de consumar acuerdo alguno. A se pone muy contento. A acepta las condiciones de B. Pasa un mes. B redacta un contrato de prestación de servicios. A lo firma. Al firmar, A se interesa por el tema de reconocer sus necesidades específicas, las aceptadas verbalmente de forma previa, por escrito. B intenta esquivar el tema. A necesita un papel que certifique lo suyo; no caben regates. B, entonces, le da alguna pequeña y falsa esperanza a A: “igual haciendo esta u otra gestión, no sé…”. A es tan tonto que sigue interesado en B. A se pone en marcha con nuevas gestiones a varias bandas, tratando de resolver el conflicto. B, al ver que A es tan tozudo y no se rinde nunca, le dice finalmente a A que era broma (pesada), que ni reconoce sus necesidades por escrito ni lo va a hacer. Ni hoy, ni mañana. Dicho de otra forma, B le dice a A que se joda. A es una joven pareja que espera convertirse pronto en una familia de tres. B es una inmobiliaria en manos de un gigantesco grupo inversor con cientos de propiedades en la ciudad de Múnich. El servicio que ofrece B es un inmueble, o vivienda, lo del derecho universal a la vivienda y tal. Dejémonos de tonterías, B es una máquina de hacer billetes a razón de diecisiete euros por metro cuadrado –es el precio medio del alquiler a día de hoy en Múnich–, con miles de metros cuadrados en la cartera. B no tiene alma. El certificado que necesita A no es en realidad ningún certificado en el sentido oficial de la palabra, puede ser un folio sucio, incluso el típico papelote que acaba manchado con aceite tras su paso por la cocina. O el de los tachones. O un escrito a mano. Y con faltas de ortografía. Un papelón, vamos. Sin repercusiones financieras. Da igual. El gabinete de abogados de B dice: “Quizás A es en realidad un cabroncete con piel de cordero e intenta algún día en el futuro lejano dar por culo con su papel aceitoso”. Prohibido estampar la firma de B en ningún otro lugar que no sea el contrato oficial de alquiler, pues. Las cartas están sobre la mesa: en realidad, para B, A no es una joven familia tipo tratando de abrirse paso en la ciudad; A es un grano en el culo. Un furúnculo en el ano, ausländer y freiberuflich. O dicho con la elegancia de la que ahora quisiera prescindir: “Hoy os va bien chavales, ¿y mañana?… no moveremos un dedo por vosotros”. B, especialmente servicios jurídicos de B, lo tiene claro: A no interesa nada. Putos servicios jurídicos de gentes sin alma. B, por cierto, ofrece posada (falsa compasión) a A, pero sin el dichoso papel. No han entendido nada. A, sin el maldito documento firmado por este B u otro sujeto que cumpla la misma función inmobiliaria, pierde su licencia. ¿Qué papel, hombre ya? Qué sí, que me explico: el papel por escrito por el que tanto batalla A lo necesita para trabajar/vivir. Es en realidad un documento que avale ante la autoridad local del transporte que dispone de una plaza de garaje donde guardar su vehículo profesional. Que no aparca en la calle, vamos. Hoy A tiene un certificado como ese que avala que vive y aparca en un domicilio en Múnich. Qué no es tan difícil, macho. Nueva aclaración: ¿Qué licencia? A es un profesional de muchas cosas, también del transporte de pasajeros. Para poder desarrollar su trabajo como tal, A tiene una licencia muy costosa, muy jodida, que es muy complicado todo esto. ¿Y? A B se la sopla la vida de A, que no me cuente usted cuentos, como si canta por bulerías, baila flamenco, o vive debajo de un puente. Es lo que hay. A siente que B le ha meado en la cara. Sí, madre, pis, de esto va el asunto. Nos han meado y, no sé si es peor o mejor, pero lo han hecho sin anestesia; no nos dijeron en ningún momento que llovía, nos explicaron abiertamente que nos estaban meando en la cara. Y se quedaron tan panchos. Así que A regresa de nuevo, y ya van mil y una, a la casilla de salida. Y sigue buscando pis/piso, pero esta vez sin que le meen encima, a ser posible. Por cierto, para que no temas, madre, que sé que eres de naturaleza asustadiza. A es feliz, muy feliz. De hecho, A ha decidido esquivar a B y semejantes durante los próximos meses. No sé si lo conseguiremos. A todo esto, B sigue haciendo billetes, con la bragueta desabrochada.
Los días más cálidos
Hace unos días que el verano ha llegado, de verdad, a la ciudad. Ya van casi diez sin que caiga una gota del cielo y, poco a poco, muchos se van poniendo nerviosos. Igual son de carácter nerviosete, bascosos, que decimos en el pueblo. Si llueve porque llueve. Se ponen malcarados. Si hace calor porque aquí no hay quien viva. Se ponen malcarados. Las va de serie. A todo esto, el césped de más de un jardín ha empezado amarillear. Y más que lo hará, en este finde de treinta y largos grados, que se espera. Sol y lago. Ayer pasé con la bici por la Königsplatz y salí de su camino de gravilla lleno de polvo. Lógico. En boca de muchos está, en estos días, el cambio climático; otros hablan de la tontería que es poner un aparato de aire acondicionado en casa: “total, son dos semanas al año”. Ahí, a día de hoy, les doy la razón. En un par de semanas, y ojalá me equivoque, todo esto habrá pasado, y volverán las nubes y las temperaturas muy por debajo de los treinta. Y las tormentas. El gris. El impermeable. Y entonces se les verá, a muchos, malcarados como siempre. Habrá quien dirá: “es el fin del mundo, otro año sin verano”. ¿Qué sería de la cerveza de medio litro sin conversaciones como estas? Mientras llegan los días oscuros y no, nos vamos a la playa de Múnich, el lago de Starnberg, en el sábado más caliente del verano (se esperan hasta 36º este fin de semana!).
El llibre a la porta
Ja em va passar en 2013, entre que vaig acabar de posar els llibres al forn i van arribar damunt de la taula, va passar una eternitat. Segona edició, mateixa jugada. Mentre pugen i no el port, els dies es fan llargs i les hores les compte amb els dits. De moment, tinc portada.
*Dels pocs, bons amics, que l’han vista fins ara, n’hi ha uns quants, i ja són molts, que m’han preguntat: “I no podies haver posat una foto més representativa de Munic? O d’un monument?” Tenia clar que la bici havia de caure de la nova portada, que no del llibre, però haver fotografiat una icona per encetar-ho tot plegat amb una imatge de catàleg, en versió barata, hauria sigut una traició. Com deixar de muniquejar. Això mai. Així doncs, calia gent, al carrer; i verd; i blau; i que fos Munic. Sense focs d’artifici, però. A mi em fa paper, i vosaltres, què en penseu?
Rayos y truenos
En Múnich, y para nada me disgusta, la meteorología nunca se anda con medias tintas. Si se nos postra una ola de calor, lo notas; si llueve, te empapas; si nos alcanza la tempestad, te enteras. La pasada noche, y no exagero, hemos vuelto abruptamente a la primavera alpina, viniendo del calor sofocante como veníamos, con una tormenta eléctricamente increíble (así lo cuenta la prensa local). A eso de las cinco de la mañana era completamente de día, más de día que ahora, con decenas de rayos y truenos sobrevolando mis pensamientos oníricos de madrugada. Y los de todo el vecindario. A las ocho de la mañana nada queda de aquellos pensares, ni de los truenos, ni tampoco de los pasados días de cielo azul y sol radiante. Simplemente, hemos vuelto a la normalidad de golpe y porrazo. Feliz semana.