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Kuala Lumpur (2). De la actualidad malasia
Coincidiendo con nuestra visita a la capital de Malasia han sucedido algunos episodios noticiosos cuanto menos curiosos. Unos pocos, creo, me han ayudado a comprender la realidad de este sorprendente país. Otros, sin reflejar lo que allí normalmente sucede, no dejan de ser interesantes. Mientras aterrizábamos en Kuala Lumpur, hace ahora algo menos de una semana, conocíamos la noticia del encarcelamiento del antiguo viceprimer ministro del país, de nombre Anwar Ibrahim. Este personaje, convertido en un político incómodo desde su deserción del partido hegemónico malayo hace algún tiempo, ya ha sido enjuiciado y castigado por el poder en varias ocasiones en los últimos años. Cierta o no, no me hubiese sorprendido una acusación por corrupción, por evasión de impuestos, por deslealtad a los intereses nacionales, en plan ucranio. No pude evitar la sorpresa, en cualquier caso, al leer en la prensa la condena por sodomía. ¿Sodomía? La palabra en sí me suena tan antigua… Sodomizara o no a su ayudante el señor Ibrahim, lo cierto es que la moral del Estado malasio a veces sorprende casi tanto como una declaración de monseñor Rouco Varela, jubilado esté en gloria. Hablando de relevos y de política —o de religión, que al caso es lo mismo—, mientras nosotros disfrutábamos de las mayores comodidades en KL también han dejado de suceder cosas. Por ejemplo, no se han celebrado elecciones municipales. Vaya no noticia, dirá aquel. Pues sí hay noticia, es tan sencillo como que no se celebran comicios municipales para elegir a los gobernantes de la ciudad desde las revueltas de los años 70 del siglo pasado. Por el contrario, al alcalde de la capital lo elige el gobierno central usando el democrático método del dedómetro. Tela. Tampoco es hecho noticioso, todo lo contrario, cuánto me ha sorprendido observar las pantallas de tv en las estaciones de metro, las de las noticias, con sus fundidos a negro permanentes. No noticias, no información en tiempo real sobre los próximos servicios de transporte, tan pocas señales en generales… ¿Información, para qué? Parece que les preocupa mucho más la moral, obsérvense sino algunos carteles informativos, esta vez sí, en las mismas estaciones de tren. Mis preferidos: el de prohibido mantener comportamientos indecentes, entiéndase por ello un clásico morreo, cochinillo o no; el de vagón reservado solamente para mujeres. Cambiando radicalmente de bloque informativo, qué lástima no haber coincidido con un hecho noticioso lúdico, pues lo que sí me ha cautivado y mucho es la mezcla de culturas que representa Malasia y su metrópolis. Un 50 % (la propaganda nacional se encarga de subrayar que el siguiente colectivo representa en realidad el 51% de la población) malayos: aborígenes, musulmanes, peninsulares o de Borneo; un 30 y mucho por ciento % chinos: nietos de mercaderes, hijos de malasios; casi un 10 % hindús, y cuanto color que aporta este grupo; y un resto de expatriados, de mayor y menor fortuna, en busca de una vida mejor en un país en ebullición bañado por el petróleo. Para acabar, dado que este post está vinculado a la actualidad malasia, que menos que comentar la noticia que acapara titulares incluso en Europa: en 2008 nos cogió la elección de Obama en Nueva York, por poco nos encontramos con las protestas en masa en Tailandia y, recién aterrizados en KL el pasado viernes, empezaron a predicar los periódicos sobre la misteriosa desaparición de un avión de Malaysia Airlines en pleno vuelo. Nada se sabe todavía hoy, a ciencia cierta, del caso. Algo que no me parece extraño viendo la digamos incipiente cultura informativa del país.
Kuala Lumpur (1): lugares
Imagino que la mala prensa que le precedía debe haber influido de alguna forma, paradójicamente para bien, el caso es que tras nuestro breve paso de cuatro días por Kuala Lumpur, KL o kei el para los amigos, las impresiones no han sido malas. Miles de coches por todas las partes calentando asfalto, vale; avenidas de cinco y seis carriles impenetrables al peatón, cierto; calor insoportable y ajetreo de mil demonios… y también una ciudad joven, abierta y bastante más vibrante de lo preconcebido. Para postre, con una más que decente red de transporte público, papeleras en cada esquina, parques y arboledas, llamativa arquitectura colonial (aunque algo escasa) y un buen surtido de edificios contemporáneos interesantes. Paraíso para las compras, eso ya se sabía, y lugar nada desdeñable para los gourmets y los noctámbulos. Precios para todos los públicos. Sin ser fanáticos de la comida ni el estilo de vida asiáticos, tampoco adictos a la tecnología o las compras, salimos de KL bastante satisfechos. Estos son algunos lugares tal y como los he percibido estos días:
Las Torres. Mientras no venga un arquitecto estrella, y caigan más petrodólares encima de la mesa, las Torres Petronas son el edificio. Directamente las Torres. Más allá de la propaganda local de si se trata de las gemelas más altas del mundo, hay que reconocer que exhiben músculo desde la otra punta mismo de KL. Hacen silueta urbana, sobresalen… y son preciosas. De lejos y de cerca. De día y de noche. Ahí están, con su puente suspendido en el aire y su enorme centro comercial en la base. Quizás la mejor forma de contemplarlas desde las alturas sea alojarse en un hotel cinco estrellas de los alrededores o, más barato, subiendo a la Menara KL.
Barrio colonial. Patear las calles de Kuala Lumpur te deja claro en todo momento que estás ante una ciudad prácticamente neonata con menos de dos siglos de historia, que ha ido de menos, casi nada, a más en muy poco tiempo. Un rebentón que ha dejado por el camino un reguero de modernidad y rascacielos. Que no se les acabe la fiesta. Dicho eso, hay que reconocer que ofrece a modo de regalo una docena de edificios, algunos de ellos históricos, sorprendentemente magnéticos. La infrautilizada estación de trenes, la mezquita nacional, las antiguas dependencias de gobierno y la gigantesca plaza de la Merdeka en general, con su viejo campo de criquet, así como el antiguo mercado son producto todos de la fusión entre la arquitectura colonial del siglo XIX, versión Imperio Británico, y la cultura islámica malaya, a medio camino de la China e India. Sencillamente Malasia. Mi lugar preferido en el barrio colonial (el nombre me parece algo exagerado; son ejemplos sueltos de un pasado colonial desperdigados por una caótica trama urbana) es el edificio del antiguo mercado central, tan simple y tan llamativo, con su contorno, sus cenefas, sus ornamentos y ese color azul pastel de la fachada que pide a gritos ser fotografiado bajo el sol abrasador. Lo peor, el contenido actual del lugar: mercado ñoño de artesanía totalmente impostado.
Jalan Alor. Sin los mercados nocturnos ni nada que se le asemeje (mucho) a Khao San Road, lo más parecido a un paraíso vespertino para mochileros que ofrece KL es Jalan Alor. Nada de falsificaciones, chamera o música tecno, las luces de neón y los acomodadores de Jalan Alor se dedican a vender brochetas de gamba a la parrilla, jugo de caña de azúcar, arroz con pollo, fideos y otras delicias de la gastronomía china o malaya. Las críticas especializadas hablan maravillas del lugar, pero tres semanas chupando recetas picantes y comiendo en la calle en vajilla de plástico, sumado al aspecto marginal del lugar hacen que no me encuentre en condiciones de recomendarlo a futuros viajeros. Bueno sí, a los amantes de la fotografía, a los curiosos y a los gastrónomos más bizarros.
Centros comerciales. La palabra shopping mall es a Kuala Lumpur lo que los bares de tapas a Madrid o las ruinas milenarias a Roma, algo casi sagrado, lo más de lo más. Eso viene en todos los catálogos de publicidad y en las guías de viaje, afortunadamente a modo de advertencia para aquellos que no adoramos precisamente el turismo de compras. A pesar de todo, mucho ojo, los centros comerciales de tropocientas plantas ofreciendo de todo (desde imitaciones a precio de saldo en los desangelados pisos altos de los más antiguos, a moda alternativa, electrónica o lujo), con sus tentadoras ofertas y descuentos, son altamente adictivos para el más pintado. Droga pura, veneno para la tarjeta de crédito.
Las guías hablan del chinatown, museos, las cuevas de Batu, refugio hindú, y muchos otros lugares, pero a mi modo de ver una excelente manera para cerrar el círculo de KL sería una piscina estilo infinity ubicada sobre la azotea de un hotel o edificio de apartamentos en el centro de la ciudad. Las hay a montones y el viajero las puede disfrutar a precios razonables. Sería un buen escenario para cerrar cuatro días en la capital malasia, teniendo en cuenta que el nichtclubbing no se encuentra entre nuestras aficiones. La cruda realidad cae a plomo sobre mis pies, así es que me conformo con preparar el cierre de este cuaderno de viajes en el mismo aeropuerto.
Pulau Perhentian. Chapoteando con peces payaso
Es obvio que lo mío no es el sector audiovisual, de todas formas adjunto un pequeño video ahí bañándonos en la orilla mismo con un grupo de peces payaso. Alucinante.
Peces payaso – Perhentian from Jordi Orts on Vimeo.
Pulau Perhentian: verdadero paraíso perdido
Hace aproximadamente un año desembarcábamos en la idílica Ko Tao, una de tantas islas perdidas en el mar de la China meridional, morada de tortugas, reclamo de submarinistas, sueño de mochileros como tantos lugares en la fantástica y maltratada Tailandia. Recuerdo perfectamente el desembarco en el muelle, entre prisas, chanclas de imitación, empujones y grandes mochilas. Llegamos juntos tres o cuatro barcos de varias plantas, llenos todos de occidentales achicharrados al sol tras varias horas de trayecto desde la vecina mayor, Ko Samui. Al bajar de los botes, decenas de transportistas y comerciantes locales nos aguardaban como si fuésemos corderos camino del matadero. Me acuerdo que tan pronto pusimos pie en tierra firme empezaron a gritar: “Tuk-tuk!”, “best resort!”, “cheap-cheap!”, entre otros. Rutina habitual en los puertos de las islas tailandesas que, sinceramente, esperaba repetir ayer mismo a nuestra llegada a la denominada isla grande de Perhentian. Nada más lejos de la realidad, y ya son varias las sorpresas agradables que me regala Malasia. Quizás sea el haber venido al inicio de la temporada —literalmente las dos islas, habitadas por un millar de lugareños, cierran durante enero y febrero por el monzón—, pero lo cierto es que ayer embarcamos en tierra firme en una lancha junto a una decena de turistas para apearnos unos minutos más tarde —estamos a unos kilómetros de la costa— Mariola, yo y nuestras mochilas, pues ninguno de nuestros compañeros de viaje lo hizo en el mismo lugar. La sensación fue como si nos halláramos en un pueblo perdido en medio de la nada. Un momento, no es ninguna mentira afirmar que nos hallamos en una isla perdida, esta vez sí, en medio de la nada. Eso es a grandes trazos y a día de hoy —ojalá que les dure— este lugar, un conjunto de isletas en las que no hay una sola carretera ni camino asfaltado, o cuyos únicos vehículos a motor siguen siendo las pequeñas embarcaciones que igual se usan para pescar, como taxis acuáticos o como base de operaciones para los aprendices de submarinista. A nosotros nos queda lejos esa etiqueta, pero lo cierto es que hoy hemos debutado asomándonos bajo el agua, para empezar con gafas y tubo. Habrá quien ría a carcajada suelta al leer semejante tontería —la de comparar el snorkeling con el buceo—, no lo es tanto, ya que resulta que las Perhentian son uno de los mejores lugares del planeta para disfrutar de la fauna y la flora submarina sin la necesidad de sumergirse a gran profundidad. Y qué criaturas. Hasta el punto que hemos compartido baño matutino con un par de tiburones de arrecife, algunas rayas, tortugas verdes y decenas de bancos de peces de colores, escondidos de mala manera entre el coral. Un espectáculo, por lo que, a pesar de nuestra grandísima ignorancia e inexperiencia, hemos decidido que mañana repetimos curso con el amigo Sou. A él le debemos el baño junto a los escualos —si no de qué— y un montón de explicaciones que nos han permitido conocer un poquito su paradisíaco hogar. Para nosotros, desde el respeto, las Perhentian no dejan de ser un maravilloso lugar donde evadirse de la rutina y tostarse un par de días al sol. Dos islas y varios peñones repletos de calas salvajes flanqueadas por la selva en las que rara vez se coincide con alguien. Pero son mucho más y ha sido bueno que nos lo hayan hecho saber. Estamos en casa de pescadores, marineros musulmanes, gente que adora lo que tiene, un pueblo que se debate entre embriagarse a base de ese brebaje llamado turismo o plantarse en la tercera copa. De momento se les ve aguantando el tipo, para suerte del viajero, lejos de agarrarse una cogorza a la tailandesa. Los resorts, por ejemplo, se reducen todavía a una docena de grupos de cabañas junto a la playa, cuyos servicios son afortunadamente básicos pero no baratos. Esto es, lo suficiente como para ahuyentar a partes iguales a adinerados turistas en busca de lujo asiático y a mochileros sedientos de barra libre por cuatro chavos. Pero no todo son buenas noticias. Según hemos podido saber, nuestro hotel —Abdul’s Chalet— es uno de los pocos establecimientos gestionados todavía por un empresario local, pues los pudientes inversores de la capital y de más allá —China, para más señas— parecen haber descubierto el potencial del lugar, por lo que han comprado ya varios hoteles. En fin, después de 24 horas aquí me atrevo a decir que nos sentimos relajados y felices como hacía mucho tiempo hasta tal punto que ni siquiera añoramos las cervezas que no nos sirven en el bar —por tratarse de un alojamiento musulmán—, o que no nos limpien la habitación por las mañanas, ni que los mosquitos sean como cucarachas, ni siquiera que el aire acondicionado de la cabaña no funcione. Nada de ironía, simple realidad, pues el auténtico disfrute de la naturaleza pura, del sol caliente del marzo tropical, de las playas de arena blanca y agua cristalina, de la mejor de las compañías, del silencio o de un verdadero plato de pescado fresco están compensando todas las carencias. Con mucho.