En el restaurante
Últimamente paso mucho tiempo, demasiado, saboreando la gastronomía bávara, que si nadie la ha bautizado así debería hacerlo y renombrarla como cocina de sota, caballo y rey. O lo que es lo mismo, dieta de kartoffeln, brot, schwein, bier. Allí sentado a la mesa de unos desconocidos, a veces de puta madre y otras veces de madre puta, veo pasar a las camareras hasta siete veces por semana. Hay quien me dirá machista con esto de pensar en camarera, pues igual, pero el caso es que el estereotipo se me desconchaba como se lo aplique a un señor balcánico disfrazado de servidor de cervezas alpino. Se ríen demasiado falsamente pero demasiado al fin y al cabo. Las camareras, ellas, van y vienen y las hay que gruñen más que otras pero todas gruñen aunque sepan disimularlo. Un argentino me aseveró el otro jueves que no hay 100% que valga, que las gordas nunca gruñen porque son gordas y por tanto felices. “Y vos, ¿viste alguna vez a un gordo que no sonría?”, me dijo precisamente el gordito contento. Es una pena, pero refunfuñando no se ganan ni un céntimo de propina, por mucho que lo crean un derecho adquirido tan pronto el cliente cruza la puerta de la calle. “Dennos la oportunidad de equivocarnos; y dejen de regañarnos por ello”, le pediría yo a más de una como cliente. “O les pagaremos con la nada”. Peor es llegar a la cervecería del pueblo a las tres de la tarde y que te digan que a estas horas nos dan ensalada y por el culo. Bueno lo último es lo único que se callan, pero nos lo transmiten con la mirada. O lo de quedarse sin cenar a menos que se reserve una mesa incluso en la capital. Eso sí que no. Por ridiculez, diría que la mayor jamás vivida en este sentido sucedió hace un par de meses: tras intentar sin éxito reservar una mesa para dos en, ojo al dato, una hamburguesería muniquesa, nos invitaron a intentarlo no el día siguiente sino cinco días más tarde. Parece ser que tenían todos los pedazos de carne vendidos a media semana vista. Y cómo cojones quieren que me decida a comer hamburguesa en lunes con mi cerebro a miércoles. ¿Y si el lunes me apetece cenar sopa? “Pues se jode”, me diría el camarero (aquí es perfectamente aplicable el estereotipo masculino: universitario que dejó a medias la carrera, tatuado, gorra girada de lado, barbita perfectamente recortada, camiseta de baloncesto dos tallas más grandes… servidor profesional de hamburguesas para hipsters). “Pues que os den a todos muy por el saco”, he dicho. Son muchas sonrisitas, demasiadas petardas y petardos, tanto postureo, miles de salchichas, restaurantes que cierran en domingos (así yo también quiero ser restaurador), tantas propinas inmerecidas, ese apretar de dientes, el hablar para dentro, tirarnos la carta sobre la mesa, el limpiar el mantel barriendo con la mano en el cambio de turno… que al final a uno le entran ganas de llorar. O de comerse una fideuà.
Una truita de patates feta a casa, amb brot mit tomaten i a plorar, de gust!
Salut…
Gràcies Frank, ja sé que sope avui 😉
Cuanta razón! I que sapigues, has descrit al Philip XD! Quan fem la fideuà?