Barcelona: buscando (absurdamente) el Palau
Como si no hubiera millones de bares de puta madre en los que tomarse unas cañas en Barcelona, en mi última escapada, la del otro día, me cegué con uno en concreto cual niño caprichoso y cabezota. Había que visitar el Palau, pero a la madre, son tantas las botellas de vino rosado cabezón las que han corrido por nuestras venas… Ahí, entre empujones de pepes y angelinos al frente de la angosta barra del garito del mismo nombre en la Thalkirchner Strasse . Qué de ratos! (Y de resacas!).
Con esa idea fija entre ceja y ceja, empezamos la ruta viernes por el mediodía. Cómo queríamos ir de menos a más, decidimos aparcar el Palau (en realidad, en Barcelona se llama Can Paixano, o en todo caso la Xampanyeria; lo de Palau es un invento de un barero muniqués en homenaje a la plaça del Palau) para el día siguiente.
No sé si por no entrar en shock debido a un cambio radical de usos y costumbres, la primera comilona nos la regalamos en la antigua fábrica de cervezas Moritz. En un plan algo hipster, los herederos de la vieja cervecera barcelonesa, creada en 1856 por el alsaciano Louis Moritz Trautmann, han resucitado, bajo mi punto de vista con mucha puntería, un fantástico patrimonio adormecido durante décadas. Más allá de lo bien que parece funcionar su invento como producto vinculado a la tremenda marca de nombre Barcelona, lo cierto es que se han marcado un gol con el diseño de su local en la antigua fábrica de la ronda de Sant Antoni. Pues sí: me diseñan, medianamente bien, un garito de estética contemporánea; me sirven una cerveza en una botella original, y me dan de comer decentemente… y me vuelvo loco. Especialmente, recién llegado de Alemania. Grande la hamburguesa de butifarra, proclamo.
Estómago lleno, corazón contento. Y una siesta. El segundo de los bares de nuestra ruta no merece comentario alguno. Así que a otra cosa mariposa. A todo esto estamos ya a sábado y los sábados además de echar polvotes hay que alimentar la panza.
Más de cuatro años viviendo en Barcelona y no ser capaz de dar con un bar decente en la Barceloneta. Y mira que era fácil. Por suerte, mi cuñado es bastante más hacha que yo en cuanto a rastrear tugurios prodigiosos. Nos aconsejó desde la diáspora y dimos en el clavo. Can Manyo, señor@s: un antro de serrín en el suelo, palillos en la boca, camareros de piropo fácil, frituras de pescado, servilletas papel… Pero qué banquete, grandes las gambas, pequeños los mejillones, fresco todo. Por cierto: ¿Quién dijo que los mejores placeres nunca salen baratos? Una cola antes de entrar a comer y una colada al salir y arreglados.
El tiempo se nos echa encima sin hallar el momento de ir en busca del Palau. Siempre aparecen otros templos que visitar por el camino. El siguiente en nuestra agenda fue Can Culleretes. Amagado en una callejuela insignificante del Gòtic, de esas feas y sucias que tanto adoro en Barcelona, nunca se me hubiese ocurrido sentarme allí a la mesa sin una referencia externa. En este caso llega del familiar más gastrónomo que tenemos. Una placa a la puerta nos recuerda que se trata del segundo restaurante más antiguo de España, fundado en 1786, uno de estos datos que nunca sabes si te tranquilizan o te hacen dudar aún más. De puertas adentro, todo mejora rápidamente: el restaurante está a tope y el 90% son clientes catalanes. Punto a tener en cuenta hablando de Barcelona centro. La decoración es suficientemente kitsch como para hacernos sentir cómodos, el servicio es bueno, los precios acompañan… y la comida nos deja más felices si cabe. Arrosset de cassola (versión catalana) y guisos de caza. Mudos y saciados, salimos arrastrando las piernas. Otra muesca.
No me quiero olvidar de las visitas entre horas a las barras de los mercados de Barna, qué barras, y no hablo yo de la Boquería que de seguir así va a terminar convirtiéndose en algo tan surrealista como un mercado de frutas exóticas asiáticas frecuentado por asiáticos que visitan Barcelona y que al lugar entran para beberse un zumo, comprarse una ración de jamón envasada al vacío (ready to fly) y echar dos fotos. Ellos y nadie más. O cartón-piedra. Un momento: pero si eso es exactamente en lo que se ha convertido el mercado de la Boquería. Yo me refería antes a Santa Caterina, por ejemplo.
El caso es que se nos ha pasado el tiempo volando, pesamos todos un par de quilos de más y ganas de ir al Palau ya no tenemos muchas. Pero hay que ir. Kein Thema. Me los llevo a rastras con tal de cumplir lo que creía una obligación y nos presentamos a media tarde en la mítica Xampanyeria.
¿Qué cómo fue? Los parecidos razonables son muchos, muchísimos, más de los que contaba. De entrada el bar está tan lleno como el de Múnich. Y la mitad más uno son guiris. Lo que pasa es que aquí los guiris no son los españoles, sino los alemanes. Los bocatas primos hermanos. La barra se parece pero mucho, hasta tal punto que incluso los botes de mostaza que ofrecen para acompañar los bocadillos de carne a la plancha son idénticos en ambos sitios. Las botellas, y también las copas, son las mismas. Can Paixano a gogó.
Pero, hay que decirlo, ya nada me sabe igual. Y no tiene la culpa el paixano. Es que los recuerdos gourmet placenteros son tan recientes y abundantes que donde antes veía un cava rosado cojonudo y facilón veo un vino espumoso de calidad namás que la justa, peleón, al que parece la han dado un chute de gaseosa para tratar de convertirlo en un producto más convincente. Se deja beber y punto. Incluso las colas y las dificultades para entrar el local parecen carecer de gracia a este lado de los Pirineos. Menuda decepción…
Tampoco quisiera ser tan melodramático, llevamos tres días de convites en lo que supone un festín sin precedentes. Descubro antes de chapar mi ruta gastronómica en busca del Palau algo que ya sabía pero que había olvidado tan sometido como estoy a ese proceso llamado germanización: que un paquete de sobrasada industrial parida en un polígono de Mallorca para exportar a Centroeuropa puede que sea un manjar en Múnich pero nunca lo será en Barcelona, de la misma manera que el Palau de aquí lo tengo en la lista de favoritos y al de allí no lo metería en mi relación de deseos ni a empujones. Y lo digo muy en primera persona (y a lo Robe Iniesta): desde la sabiduría que me da el fracaso. Eso sí, en unos días nos vemos, a la mínima que me entre la flojera, en el Palau.