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Angkor bien vale un viaje (Flashback)
Aunque han pasado ya unos días de la visita a los templos de Angkor, y a estas horas nos relajamos en las playas del sur de Tailandia, lo cierto es que no quiero dejar de anotar en este cuaderno de viaje lo que probablemente se convierta en la experiencia más completa de nuestro periplo por el sudeste asiático. A pesar de llegar a las ruinas del antiguo imperio jemer 150 años después de que los exploradores franceses lo redescubriesen, con lo que eso supone -ordas de turistas según las horas del día-, no quedamos para nada decepcionados sino todo lo contrario. Teniendo en cuenta que la población de Angkor se estimaba en un millón de habitantes en su época dorada -siglo XII-, no dudamos en dedicarle tres noches y dos días completos a la visita al parque, un mínimo que puede ser más que suficiente. Por decirlo de alguna manera, lo dimos todo y optamos por una visita intensiva y genuina a partes iguales, sin prisa pero sin pausa. Para empezar, a pesar del calor extremo y el sol de justicia característicos de la época seca en Siem Reap -la ciudad moderna en la que se encuentran los restos-, el primer día lo hicimos pedaleando. Una vez más desoímos algunos consejos y obviamos los 30 y muchos grados de temperatura, alquilando un par de bicicletas de montaña. Eso sí, conscientes de la que se nos venía encima, preparamos la salida a conciencia: optamos por coger las mejores bicis disponibles, nos embadurnamos por completo de protector solar y nos cargamos de víveres y agua para el camino -en realidad esto no es problema, ya que hay chiringuitos con comida y agua fresca por todos los lados durante la ruta-. No sin antes dudarlo, decidimos no madrugar y saltarnos el famoso amanecer, pues la jornada se presentaba larga. A las ocho de la mañana salimos del hotel en busca de los templos, lo que nos llevó algo más de media hora -lo nuestro nos costó encontrar el Ticket center-. Sabedores además del tirón justificado del lugar, trazamos un recorrido lo más alternativo posible, intentando así sortear la congestión. Dejamos el templo más concurrido, el de Angkori Wat, para la tarde y empezamos por otro de los imprescindibles, Bayon, en el gigantesco recinto vecino de Angkor Thom. A nuestra llegada a este primer templo, el de las caras, reconozco que tuve un primer bajón. Lo que nos encontramos fue literalmente un río de turistas chinos, rusos y japoneses siguiendo los pasos de sus respectivos guías en fila india. Imposible encontrar hueco para una fotografía sin intrusos, imposible abstraerse del cada vez más sofocante calor, complicadísimo esquivar a las decenas de locales, muchos de ellos niños, tratando de vendernos todo aquello que uno de pueda imaginar -agua fresca, libros fotográficos, artesanía…-. Casi sin darnos cuenta, poco a poco dejamos de refunfuñar para sumergirnos impresionados en una maravilla de la que habíamos leído un poco y cuya belleza real no se puede imaginar. No en vano, se nos hizo el mediodía sin salir de Angkor Thom. Tras caminarlo casi por completo, nos largamos disparados bajo un sol de justicia en busca del tercer imprescindible del conjunto, el templo de Ta Prohm. Allí mismo nos apeamos para devorar los bocatas que nos habían preparado en el hotel -la idea era perder el mínimo tiempo posible-, para entrar dentro a primera hora de la tarde. No sabría decir si fue casualidad o no, pero lo cierto es que pese a la popularidad de Ta Prohm, la visita vespertina fue mucho más tranquila. Al calor de la tarde, que es como el de la mañana pero empapado en sudor, nos perdimos entre los pasillos del templo de la selva, comido por la vegetación y conocido por muchos tras convertirse en escenario para la película de Tomb Rider. Con los deberes casi cumplidos emprendimos la última parte del denominado circuito pequeño, deteniéndonos unos minutos en todos y cada uno de los lugares de interés histórico que nos salían al paso camino de Angkor Wat. Esperando encontrar el templo por antonomasia algo menos congestionado a última hora de la tarde, nos equivocamos. En temporada alta, Angkor Wat simplemente está siempre a tope de sol a sol, mientras dura el horario de apertura. Aún así, tratándose de un lugar enorme, y enormemente impresionante, se visita con cierta comodidad y es fácil entusiasmarse. Algo más de una hora le dedicamos a este lugar menos ruinoso y de aspecto palaciego -se nota que nunca llegó a abandonarse-, tiempo óptimo para correrlo, fotografiarlo, ver unas cuantas familias de monos deambulando por allí y hasta maldecir unos cuantos andamios -no demasiados-. Finalmente y coincidiendo con la puesta de sol, abandonamos el interior en busca de una fotografía panorámica que no llegó a producirse, pues los espectaculares tonos rojos en el cielo camboyano ese día quedaron ensombrecidos por una nube fea y excesivamente polvorienta. Cualquier otro día me habría sentido decepcionado por no captar esa instantánea de tonos cálidos, pero ese y a esas horas estaba demasiado abrumado, exhausto por mil y un motivos como para ofuscarme por un mal menor. Emprendimos finalmente el viaje de regreso a la trinchera, otros cinco o seis kilómetros en bicicleta hasta el hotel para completar unos 30 sobre ruedas en condiciones extremas y varios más de caminata, arriba y abajo, por el interior de los templos. Mariola, que llegó derretida, se portó como una campeona y aunque no sé si disfrutó tanto como yo de aquello -en lo deportivo-, dudo que olvide la pedaleada. Yo tampoco lo haré, es algo que repetiría sin dudarlo y que recomendaría a cualquiera -medianamente deportista- a sabiendas de que sería maldecido en algún momento por mi consejo. Pero la historia no terminaba ahí, quedaba un segundo día. Advertidos de ante mano por otros viajeros, teníamos apalabrado un día completo de servicio de transporte con el conductor de tuk tuk que nos había llevado al hotel a nuestra llegada a Siem Reap, procedentes de Phonm Penh. Fiel a su promesa, Tee nos esperaba a las ocho y media de la mañana de aquel segundo día para ampliar nuestra visita a Angkor. No sé si todos los viajeros terminan su tour con la misma sensación que nosotros, en cuanto a su conductor de tuk tuk, pero la nuestra fue de agradecimiento total. No sólo nos llevó en su ciclomotor hasta el lejano templo de Banteay Srei, a unos 40 kilómetros de la ciudad, no sólo se detuvo en todos y cada uno de los templos de la ruta larga sin perder la sonrisa, sino que nos dejó entrar en su vida y nos contó una pequeña parte de su historia personal, algo siempre muy especial y de agradecer. 20 dólares fue el precio pactado, que con la comida y la ampliación de la ruta prevista se convirtieron en 30, pagados gustosamente. Antes de saldar cuentas, en todo caso, Tee nos dio la oportunidad de detenernos unos minutos en Bayon, precisamente donde todo había comenzado un día antes y donde tomé las últimas fotografías de las caras, esta vez iluminadas por el sol. Con ellas, al atardecer, nos despedimos de Angkor, un lugar que ha quedado grabado en nuestras memorias.