¿Dónde está mi siesta?

A falta de diaris en els que escriure, sempre em quedaran els blogs. Per si no en porte prous entre mans, este diumenge he començat a col·laborar amb el de Una española en Múnich, pioner i diria el més popular de la blogsfera hispana a Munic. De moment, una columneta més bé costumista (no done per a més):

¿Dónde está mi siesta?

Salgo a tomar un té y me encuentro con Una española en Múnich. Yo le cuento y ella me cuenta. Merece la pena. Quedamos en que nos escribimos. Entonces, me doy cuenta de que son las tres y media de la tarde de un sábado y yo debería de estar sesteando, como toda la vida. Pero no, estoy aquí, en otras historias.

Al hilo de mis sábados sin siesta de repente tomo consciencia de que, aunque han pasado solamente unos meses desde que aterricé en Múnich, mi organismo empieza a aclimatarse a la nueva geografía, sin que yo se lo haya pedido.

Yo, que siempre he odiado madrugar, que nunca conseguí levantarme al primer toque de despertador, rara vez por delante de las siete, me encuentro ahora con que mis ojos se abren de par en par cada día más temprano. Estos días de marzo incluso, con el amanecer tan decantado hacia la madrugada que tenemos en esta ciudad, he contado un par de ocasiones en las que me despierto de repente antes de siete. “Lamentable”, me hubiera dicho a mí mismo hace menos de un año. “Increíble!”, diría mi madre si me leyera.

Pero reconozco que lo de madrugar tiene trampa, pues yo siempre dije que levantarse todavía de noche debería estar prohibido, pero nunca dije nada de madrugar al ritmo del sol. “Levantarse con el sol es lo natural”, he argumentado tantas veces en España poco antes de las ocho. Es, poco más o menos, la hora a la que empieza el día en marzo, en Alicante.

Y con el madrugar, involuntario, llegó todo lo demás. Por lo que veo, mi cuerpo lo tiene claro, y es mi cabecita la que estos días se da cuenta de la historia, en conversaciones espontáneas a la hora del café.

No sé si será por el sofá de nuestro piso, por incómodo me refiero, pero el caso es que llevo un par de meses que no encuentro el momento de echar la siesta ni siquiera en los fines de semana. “Qué horror! –me digo todavía en estos momentos-, que estas cosas me pasen a mí, que tantas y tan buenas cabezadas he disfrutado desde que tengo uso de mi sinrazón”. Las mejores, sin duda, las prolongadas y hasta sudorosas de las tardes de verano. Espero recuperarlas más pronto que tarde, aunque reconozco que hoy son una utopía.

Mi cuerpo es ya tan alemán que cada día me come más rápido –afortunadamente, Mariola y yo todavía nos miramos a los ojos cuando tenemos la oportunidad de comer juntos al mediodía­–. Y cuando termino de comer, cada vez más pronto, no me resisto a mirar el reloj para seguir, acto seguido, a la marcha. Lo peor es que lo hago tenga trabajo atrasado o tareas claramente imprescindibles. Como os digo, todavía con la manzana entre los dientes, de nuevo al ordenador.

Eso sí, reconozco que nunca antes había terminado mi jornada laboral tan temprano. Ahora, lo suficiente como para asomarme un par de días de la semana –laboral– al centro, con el único propósito de disfrutar de la tarde.

Los cambios no acaban con el cierre de los comercios y el anochecer, que aquí también llegan más temprano. Antes de ocho –sé que todavía voy con retraso en esta parcela– empieza el cosquilleo de mi barriga y alguien por allí adentro me pide a gritos la cena.

Rápidamente me pongo manos a la obra y complazco a ese yo interno. Le doy de comer y, enfundado en mi pijama, me dispongo a disfrutar de eso que siempre adoré: la noche. Reconozco que nunca fui de callejearla ni de bailotearla, lo que nunca me impidió disfrutarla. Compartirla, leerla, contemplarla –demasiadas veces ante una pantalla.

Otra vez aparece mi madre en la memoria y lo que hubo de convertir en un mantra para conmigo, desde que era poco más que un enano pesado como un plomo. “A las diez durmiendo estés, mejor antes que después”, me dijo tantas veces antes de cumplir los diez, al llegar la medianoche. “Ay si me viera ahora!”. Hasta yo mismo me sorprendo durmiendo en el sofá, mucho antes de las once.

Entonces, antes del último sorbo al té, me digo: “¿De qué te sorprendes? Esto es Alemania, ¿acaso pensabas comer paella, seguir con tu vinito de la tierra un par de noches a la semana y darle al sofá religiosamente cada tarde?”.

Nunca me lo planteé, por mucho que fuera evidente, como tampoco me pedí adelantar el reloj biológico en casi dos horas. Por lo que veo, estas cosas no hace falta proponérselas, llegan solas. Naturalmente.

Sin darme cuenta, salgo de mis pensamientos en voz alta, compartidos con Una española. Ha pasado la hora de la siesta…Perdón!, quise decir la hora del té.

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