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El mito en mil pedazos
Tercera entrega para Una española en Múnich:
Hace algún tiempo que he empezado a trabajar como guía turístico en Alemania. Es la mejor manera que he encontrado por ahora de costearme la profesión de periodista en este país, que a día de hoy ejerzo aquí sin remuneración.
La verdad es que disfruto, con lo de guía, por lo que acompaño encantado a mis turistas españoles en sus visitas a la ciudad de Múnich o a Salzburgo. Supongo que serán cosas de principiante, pero siempre les hablo entusiasmado de los mil y un tópicos –pido perdón- de este país.
No penséis mal, los menciono para bien: que si en Múnich todo funciona; que si es una ciudad muy segura; que si los alemanes son puntuales y ordenados como pocos; que si en Alemania son muy trabajadores, que si son constantes…
Estaba yo en una de esas el pasado domingo, de camino a Salzburgo con un grupo de viajeros españoles, cuando de repente se detuvo nuestro tren antes de mediodía, en un lugar en medio de ninguna parte.
Primero se hizo el silencio, mientras todos los pasajeros de aquel ferrocarril empezamos una espera tranquila. “Aquí nunca pasa nada”, imagino que pensé, por lo que seguí a la mía con los míos.
Transcurridos unos 15 minutos se mantuvo el silencio y entonces una mujer alemana se levantó por primera vez de su asiento para preguntarle a otra vecina por lo sucedido. Evidentemente, aquella tampoco sabía nada.
Repentinamente, el tren inició su marcha atrás, tras una breve explicación por el canal de audio que se limitó a aclarar que volvíamos unos kilómetros sobre nuestros pasos por unos problemas técnicos. “Aclarado”, pensé todavía calmado.
Llegados a esa cercana estación – Prien am Chiemsee -, nuevas y extrañas instrucciones. Nos pidieron que bajásemos del tren y que nos dirigiéramos a la parada de autobuses, donde nos recogería un autobús para trasladarnos a la siguiente parada de ferrocarril camino de Austria.
Por primera vez, me sentí contrariado en el país donde nunca pasa nada -de esto-, especialmente por el hecho de que nadie nos mencionó algo para mi fundamental: el porqué de aquel extraño movimiento y de aquella espera, por entonces de una media hora.
Todavía escasamente preocupado, les trasladé al grupo de viajeros que nuestro viaje se iba a retrasar un poco debido a un pequeño incidente en las vías.
Era mediodía y por fortuna calentaba el sol de primavera en Prien. Poco a poco, la plaza junto a la estación se fue llenando de gente, pues todos y cada uno de los trenes regionales que venían desde Múnich acabaron su trayecto aquella mañana allí.
Aún sin información oficial alguna, el reloj corrió hasta las 12 y media y la tranquilidad de todos nosotros y de los demás viajeros se esfumó con la primera hora muerta consumida.
Lamentablemente, el alemán no es mi fuerte por ahora, pero mi obligación era la de preguntar por lo sucedido. Ya lo habría hecho mucho antes en España –y seguramente hasta reclamado por la espera-.
Me dirigí al punto de información de la estación para tratar de aclarar la situación y los tiempos previstos de espera. Al llegar, encontré una cola de viajeros, prácticamente todos germanos y muchos de ellos con un formulario para reclamar en mano.
Pensé que nunca llegaría mi turno así es que opté por preguntarle a mi vecina en la cola: “¿Sabe usted lo que ocurre?”. “No, no nos han dado ninguna explicación”, me contestó. Yo le repliqué: “¿Y esto es normal en Alemania?”. “Buena pregunta”, dijo a modo de respuesta.
Incluso a mi me pareció buena, por lo que se la trasladé a uno de los operarios de la compañía ferroviaria medio escondido en un rincón de aquella sala. Su respuesta no os la puedo transcribir porqué aquel buen hombre se esforzó para que no la entendiera. Habló rápido, casi gritando, para finalizar diciéndome que si tenía alguna pregunta más, mejor se la hiciera a la Policía. Le repetí la pregunta en inglés y entonces aclaró: “Si puede esperar para ir a Salzburgo, hágalo en la parada de autobús. Si tiene prisa, coja el tren de regreso a Múnich que permanece en el andén”. Nada de explicaciones sobre el misterioso incidente.
Fue en ese instante y no en otro cuando, por primera vez, lo que me parecía el sólido mito de la eficaz y eficiente Alemania se me cayó al suelo de entre las manos para romperse en mil pedazos, todos chiquititos.
La historia de aquel día no acaba ahí. Nuestra espera se prolongó otros 45 minutos de silencio total en la plaza de la estación. Fue pasada la una del mediodía cuando llegó por fin nuestro autobús camino del vecino Traunstein.
Por el camino nos dio tiempo a atravesar algunos pueblos bávaros más y a descubrir con nuestros ojos que el problema era real, puesto que un tren de mercancías había perdido parte de su carga a las puertas del mismo Prien, lo que obligó a cerrar la vía por unas horas. Lógica espera; una pena que nadie fuese capaz de arrojar luz sobre lo sucedido.
Casi tres horas más tarde de lo previsto llegamos a Salzburgo poco antes de las tres de la tarde. Ninguno de mis turistas, un par de ellos italianos, perdió la sonrisa en ningún momento, por lo que me vi forzado a exhibir también la mía y a dedicarles la mayor de mis atenciones en nuestra visita guiada. Todo salió perfecto a partir de aquel momento, así es que acepté encantado prolongar dos horas más aquella impuntual jornada para que nadie saliera perdiendo.
Nuestro viaje de regreso lo dedicamos a reflexionar sobre estereotipos y lo odiosos que resultan para todos nosotros, por mucho que siempre recurrimos a ellos.
Este domingo, de camino a Salzburgo, volveré a comentar con mis nuevos compañeros de viaje la puntualidad de los alemanes. Eso sí, les rogaré que no tomen mis palabras al pie de la letra y les recordaré que el pan de Baviera es mucho más sabroso que el de mi pueblo, pero siempre es mejor si se unta con un buen aceite de oliva del que me envía mi madre con frecuencia. Aunque parezca mentira, estas cositas las aprendí el día que se me cayó el mito alemán de entre las manos.
Cambio coche por bicicleta, por traslado a Múnich
Una altra de costumisme, el segon post per a Una española en Múnich:
Cambio coche por bicicleta, por traslado a Múnich
“¿Que has vendido el coche y te has comprado una bicicleta? A ti te falta un tornillo”. Es lo que me dijo uno de mis mejores y más sinceros amigos el día que le conté lo que había hecho. “Dudo que en Múnich necesite el coche”, repliqué.
Venía a ciegas, si acaso con algunas pistas conseguidas por la vía de la literatura o de Internet, pero no por ello lo tuve menos claro. Así es que llegué con mi bicicleta a lomos.
La misma bici que me había regalado Mariola –fue un regalo recíproco- bastantes años atrás y que durante tanto y tanto tiempo sirvió únicamente para acumular polvo, el principal trasto de nuestro trastero.
No, nunca la monté en mi pueblo. Quizá algunos domingos soleados durante los primeros meses. Si alguno de vosotros conoce Alcoy sabrá que los desniveles no ayudan a andar en bicicleta. Cierto, como en tantos otros lugares de España. La plaga de coches tampoco contribuye y la falta de un transporte público eficiente –al menos para los que venimos de ninguna parte- menos…
¿Y Múnich? era toda una incógnita para mi, conocer de antemano hasta qué punto iba a exprimir mi bicicleta. Para colmo, pronto llegó el invierno y el frío. En esas pocas semanas en que el termómetro bajó hasta los 20 grados bajo cero, el pasado enero, llegué a pensar que lo de cambiar el coche por la bici era una quimera, un error de cálculo. Reconozco que la densa malla de metro, trenes, tranvías y autobuses que cubre la ciudad me sirvió de consuelo temporal.
Entonces, no hace mucho y cuando estuve a punto de caer en el desánimo, la primavera asomó una mañana por mi ventana con un sol debajo del brazo. Y salieron los ciclistas como los champiñones, a montones. Desde aquel día, cuando se marchó la nieve, los he visto circular de todos los colores: más jóvenes y menos; luciendo diseño o biciclos oxidados; más rápidos y más lentos; señoras y señores; ricos y menos ricos –esto último lo digo convencido de que en España podríamos contar con los dedos de las manos a los acaudalados que prefieren moverse sobre dos ruedas a hacerlo montados en un enorme todoterreno-… aquí casi todos aprovechan las facilidades que da Múnich al ciclista y la escasísima probabilidad de ser objeto de un atropello o, menos aún, de un robo.
Dispuesto como había venido a mi nuevo hogar, no iba a ser menos. Desde el día en que llegó el sol, el que se fue la nieve, soy uno más de esos que cruzan la ciudad a diario a pedales. Para nada añoro ya mi C2, y no me arrepiento de haberlo cambiado por lo que fue una bicicleta polvorienta.
También es cierto que me ayuda el fervor del momento: os escribo estas líneas tomando el sol del sábado, recostado en un rinconcito del Englischer Garten… adonde hemos venido a parar con nuestras bicicletas!
¿Dónde está mi siesta?
A falta de diaris en els que escriure, sempre em quedaran els blogs. Per si no en porte prous entre mans, este diumenge he començat a col·laborar amb el de Una española en Múnich, pioner i diria el més popular de la blogsfera hispana a Munic. De moment, una columneta més bé costumista (no done per a més):
¿Dónde está mi siesta?
Salgo a tomar un té y me encuentro con Una española en Múnich. Yo le cuento y ella me cuenta. Merece la pena. Quedamos en que nos escribimos. Entonces, me doy cuenta de que son las tres y media de la tarde de un sábado y yo debería de estar sesteando, como toda la vida. Pero no, estoy aquí, en otras historias.
Al hilo de mis sábados sin siesta de repente tomo consciencia de que, aunque han pasado solamente unos meses desde que aterricé en Múnich, mi organismo empieza a aclimatarse a la nueva geografía, sin que yo se lo haya pedido.
Yo, que siempre he odiado madrugar, que nunca conseguí levantarme al primer toque de despertador, rara vez por delante de las siete, me encuentro ahora con que mis ojos se abren de par en par cada día más temprano. Estos días de marzo incluso, con el amanecer tan decantado hacia la madrugada que tenemos en esta ciudad, he contado un par de ocasiones en las que me despierto de repente antes de siete. “Lamentable”, me hubiera dicho a mí mismo hace menos de un año. “Increíble!”, diría mi madre si me leyera.
Pero reconozco que lo de madrugar tiene trampa, pues yo siempre dije que levantarse todavía de noche debería estar prohibido, pero nunca dije nada de madrugar al ritmo del sol. “Levantarse con el sol es lo natural”, he argumentado tantas veces en España poco antes de las ocho. Es, poco más o menos, la hora a la que empieza el día en marzo, en Alicante.
Y con el madrugar, involuntario, llegó todo lo demás. Por lo que veo, mi cuerpo lo tiene claro, y es mi cabecita la que estos días se da cuenta de la historia, en conversaciones espontáneas a la hora del café.
No sé si será por el sofá de nuestro piso, por incómodo me refiero, pero el caso es que llevo un par de meses que no encuentro el momento de echar la siesta ni siquiera en los fines de semana. “Qué horror! –me digo todavía en estos momentos-, que estas cosas me pasen a mí, que tantas y tan buenas cabezadas he disfrutado desde que tengo uso de mi sinrazón”. Las mejores, sin duda, las prolongadas y hasta sudorosas de las tardes de verano. Espero recuperarlas más pronto que tarde, aunque reconozco que hoy son una utopía.
Mi cuerpo es ya tan alemán que cada día me come más rápido –afortunadamente, Mariola y yo todavía nos miramos a los ojos cuando tenemos la oportunidad de comer juntos al mediodía–. Y cuando termino de comer, cada vez más pronto, no me resisto a mirar el reloj para seguir, acto seguido, a la marcha. Lo peor es que lo hago tenga trabajo atrasado o tareas claramente imprescindibles. Como os digo, todavía con la manzana entre los dientes, de nuevo al ordenador.
Eso sí, reconozco que nunca antes había terminado mi jornada laboral tan temprano. Ahora, lo suficiente como para asomarme un par de días de la semana –laboral– al centro, con el único propósito de disfrutar de la tarde.
Los cambios no acaban con el cierre de los comercios y el anochecer, que aquí también llegan más temprano. Antes de ocho –sé que todavía voy con retraso en esta parcela– empieza el cosquilleo de mi barriga y alguien por allí adentro me pide a gritos la cena.
Rápidamente me pongo manos a la obra y complazco a ese yo interno. Le doy de comer y, enfundado en mi pijama, me dispongo a disfrutar de eso que siempre adoré: la noche. Reconozco que nunca fui de callejearla ni de bailotearla, lo que nunca me impidió disfrutarla. Compartirla, leerla, contemplarla –demasiadas veces ante una pantalla.
Otra vez aparece mi madre en la memoria y lo que hubo de convertir en un mantra para conmigo, desde que era poco más que un enano pesado como un plomo. “A las diez durmiendo estés, mejor antes que después”, me dijo tantas veces antes de cumplir los diez, al llegar la medianoche. “Ay si me viera ahora!”. Hasta yo mismo me sorprendo durmiendo en el sofá, mucho antes de las once.
Entonces, antes del último sorbo al té, me digo: “¿De qué te sorprendes? Esto es Alemania, ¿acaso pensabas comer paella, seguir con tu vinito de la tierra un par de noches a la semana y darle al sofá religiosamente cada tarde?”.
Nunca me lo planteé, por mucho que fuera evidente, como tampoco me pedí adelantar el reloj biológico en casi dos horas. Por lo que veo, estas cosas no hace falta proponérselas, llegan solas. Naturalmente.
Sin darme cuenta, salgo de mis pensamientos en voz alta, compartidos con Una española. Ha pasado la hora de la siesta…Perdón!, quise decir la hora del té.