De Saigón a Phnom Penh en autobús. El trayecto
No se cómo me lo arreglo, pero lo cierto es que cuanto peor pinta la cosa, más termino disfrutando. Hoy hemos vuelto a tener una sesión de siete horas de autobús, entre Saigón y Phnom Penh, que la verdad han sido toda una experiencia. Hemos empezado peor que mal, al comprobar que los siete euros pagados de más por nuestros billetes no han servido ni mucho menos para mejorar el confort de nuestro trayecto, sino que han sido en concepto de una comisión más que razonable para el hotel en el que nos alojábamos. Por así decirlo, nuestro autobús de hoy destilaba pureza por los cuatro costados, si bien nosotros lo que queríamos en principio era más bien un servicio VIP. A solo un par de días del Año Nuevo Lunar -conocido a menudo como Año Nuevo Chino-, nos hemos encontrado además un bus lleno de camboyanos regresando a casa por Navidad, desde Vietnam. Ya antes de salir de la ciudad de Ho Chi Minh, se ha formado una cola importante junto a la puerta del aseo del coche, justo enfrente de nuestros asientos. Es fácil imaginarlo, la atmósfera, a pesar del aire acondicionado a toda paleta, pronto se ha tornado en algo no demasiado agradable de respirar. A la vez, los culebrones cantados en jemer se sucedían uno tras otro en la pantalla del televisor de que disponíamos, con la voz por las nubes y las exclamaciones y risas continuas de parte de la tripulación. El resto, los seis extranjeros mezclados entre la tropa, tratábamos como podíamos de aislarnos y conciliar el sueño, en un intento inútil de concebir una siesta del borrego. Dormir para olvidar. O para acortar la espera. Dos horas después de la partida, aproximadamente, nos hemos detenido en la frontera entre Vietnam y Camboya. Supongo que no será siempre así, pero esta tarde el paso fronterizo estaba desierto, por los menos en cuanto a turistas se refiere. Como era de esperar, a los vietnamitas se la ha traído al pairo que nos piráramos de su país, pero en la ventanilla para acceder al Reino de Camboya nos han tenido un rato. Siete funcionarios en un cuartucho de dos menos cuadrados, ventilado con aire insuficiente, si tenemos en cuenta los 30 grados a la sombra que se respiran estos días por la zona. Uno de ellos nos ha cogido el pasaporte y nos ha sellado las visas, previo pago de los 21 dólares de rigor. ¿Dólares? Sí, a partir de aquel mismo instante hemos dejado de funcionar en moneda local para vernos obligados a pagar en la moneda del tío Sam. Según compruebo a estas horas desde la capital, esto nos puede acarrear nefastas consecuencias en lo económico, pues impera la ley del redondeo. El primer ejemplo, nada más poner un pie en suelo camboyano: al comprarle una botella de agua a la señora del bar nos ha pedido un dólar, que es como vender una barra de pan en España, hoy en día, por cuatro o cinco euros. O eso, o pagarle 1.000 rieles, una moneda que no se consigue ni en los cajeros automáticos. Teniendo en cuenta que el dólar americano se cambia a unos 4.000 rieles, le he preguntado a la vendedora por el precio de dos botellas de agua. La respuesta no tiene desperdicio: un dólar, en total. Estoy convencido de que ese mismo hubiese sido el precio a pagar de hasta un máximo de cuatro botellas, pero teniendo en cuenta que no las necesitábamos, es lo que hemos decidido pagar por un par de ellas. Más allá de la frontera y los casposos casinos de Bavet, lo mejor del viaje ha llegado a la vez que caía el sol, antes de las seis de la tarde. Poco a poco, los arrozales y el bullicio de Vietnam han ido dejando paso a una tierra amarilla y yerma, como azotada por el sol y la falta de lluvias, ya al final de la estación seca. A lo largo de la carretera, han ido apareciendo las típicas casas en altura, en ocasiones techadas con hojas y cerradas con chapas metálicas. Junto a ellas, todo tipo de animales, niños de todas las edades jugando descalzos y algunos señores recostados sobre sus hamacas, entre despreocupados y desocupados. Fuera como fuera, era una imagen auténtica, lamentablemente de pobreza exagerada que dudo pueda dejar indiferente a nadie. La carretera, tan recta como polvorienta, parecía un peregrinaje de motociclistas y camiones a los que el autobús iba esquivando a golpe de claxon. Momento cumbre ha sido cuando hemos alcanzado una vez más el río Mekong, ya al anochecer, para cruzarlo en un barco sin bajar siquiera de nuestro vehículo. En realidad, unos pocos hemos terminado por apearnos, por motivos totalmente diferentes. En mi caso, por tomar las últimas fotografías del día, entre monjes y vendedoras de comida; algunos otros precisamente para comprar provisiones, tan pintorescas éstas como los snacks de escarabajo, saltamontes o polluelos, todos ellos marinados y refritos. Satisfechos todos, al otro lado del río nos esperaba Neak Luong con sus calles por asfaltar y su concurrido mercado limpio de influencias extranjeras. Aguardaban unos 50 kilómetros hasta nuestro destino final, la ciudad de Phnom Penh, que hemos alcanzado pasadas las siete de la tarde, una hora antes de lo previsto.