Los mejores momentos
Hoy, cuando de forma inesperada me he levantado en silencio para intuir sonidos imperceptibles desde nuestra confortable habitación en pleno valle del Inn, he conseguido valorar por primera vez en mucho tiempo la importancia de lo que me rodea. Resguardado a la otra parte de la ventana, he contemplado somnoliento el amanecer, con el sol emergiendo anaranjado entre las nubes bajas y las cimas nevadas de los valles alpinos del Tirol. No muy lejos, a la intemperie, un pajarillo parecía disfrutar de la misma escena, saltando de rama en rama del pelado manzano de nuestro hogar provisional y espolvoreando con ello la nieve caída durante la noche, por poco tiempo sobre el árbol desnudo. Idílico todo, pero, a decir verdad, no tan bueno como la hospitalidad de la familia que nos ha acogido prácticamente como hijos en su lugar a medio camino del cielo, aunque el GPS del coche se empeñe en señalarnos que no conduce a ninguna parte. Tan lejos y tan cerca. Tan solos y tan acompañados. Tan confortables. Sinceramente, al empezar este pequeño viaje de fin de semana con nuestra anfitriona y amiga, nunca hubiera imaginado lo que nos depararía la escapada. Un recóndito y solitario paisaje nevado, eso era de esperar, aunque sorprendentemente aderezado y mejorado por una gente cálida, buenas personas y mejores conversadores, alemanes pese al equivocado mito, cultos, anfitriones, dadores, pendientes, curiosos, expresivos, sinceros… Así han sido las últimas horas, excelentes, entre amigos. Tiempo de cerveza, de pequeñas grandes cosas, de mesa de madera sin mantel, de sopas y guisos de montaña, de trineo y vino ardiente, de lámparas, de humor y de sobremesa. Oh, la sobremesa! Por todo ello, por hacer de estos momentos los mejores de las últimas semanas, por haberme ayudado a abrir los ojos precisamente ahora que Mariola y yo emprendemos viaje en busca de los nuestros, solo puedo estar agradecido a esta, la familia H.