Madrid (crónica bizarra de un viaje a Fitur)
Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… El camarero se repite voceando y consigue con ello que el bar entero vuelva la cabeza y le observe contar billetes de veinte. No vende nada, ni siquiera reclamaba captar la atención de nadie, simplemente le cuenta el cambio a gritos, antes de dárselo, a un cliente con un verde de cien euros, el cual agarra sus billetes sin mirar mientras apura su solo con la otra mano. Es la churrería de Lavapiés, una de tantas frente al mercado del barrio, pero no importa, las voces podrían llegar de cualquier otro escenario, esto es Madrid. Este alboroto a diario me resultaría indigerible, pero un viernes por la mañana muy a la larga, recién salido de la ducha y periódico en mano, me resulta simplemente delicioso. Infantil como soy para algunos asuntos, pido un colacao y cuatro churros. ¿Qué le debo? Dos noventa caballero. Increíble, pero cierto. Esto es Madrid, tras un lustro devastador que ha dejado muchas cosas por el camino pero no la cultura de barra de bar. Eso es sagrado. Bares, qué lugares. Y camareros, qué profesionales. Los castizos son bárbaros, especie única, ya sean del aleti, merengues y hasta los cañí. Con su camisa blanca y su chaleco, su paño húmedo sobre la bancada; con ese tono de voz, con su deje chulesco tan simpático hasta que deja de serlo, y la capacidad de lanzar los platos por encima de la vitrina sin provocar daños colaterales, siempre memorizando decimales y sumando cortados, cañas, desayunos, raciones y tapas entre la multitud para ingresarlos luego en la caja de sus viejas registradoras. Ojalá el ipad no llegue nunca a la barra del auténtico bar madrileño. Sería como pagar una cerveza y recibir una factura, no sé si lo soportaría, de Antón Martín a la Latina.
Tras el desayuno, salgo para la feria. En realidad he venido aquí por eso, Fitur, o la gran feria internacional de turismo que cada año acoge la capital de España. Demasiadas caras de sueño en el metro, caras serias, ojos cerrados o miradas perdidas. No me gusta. Ni tampoco la advertencia de la señora de al lado: “Te veo muy suelto nene, vigila tu mochila, esto es Madrid”. Paréntesis: aún medianamente escocido por el robo de Nochevieja, me da de todos modos que hay cierta psicosis con esto. No he visto un solo tirón en tres días, pero sí otras cosas desagradables. Por ejemplo: miles de rejas. En las ventanas, en las puertas, en los parques, en los comercios. Demasiada forja. No me gusta. Ni es cómodo, ni estético, ni saludable, sino todo lo contrario. Cierro paréntesis.
Llego por fin a Fitur, las expectativas están altas, he venido a vender mi producto que no es otro que las excursiones y visitas personalizadas en español en Múnich, Baviera y el sur de Alemania. Tras un inicio esperanzador, que dura medio día, y algunos contactos que espero sean provechosos, el mito se me cae al suelo y la feria pasa a ser un montón de cartón-piedra carísimo que no tiene ningún sentido para mi, insignificante como soy. Lo sé, es mi culpa, pero con el trabajo hecho, que había imaginado más prolífico, no puedo evitar quitarme de la cabeza al ministro del Interior alucinando con Santa Teresa de Jesús en pleno recinto ferial de Madrid. O peor, al alcalde de Gandía, esa ciudad hermana que un alcoià en la diáspora puede sentir como propia, justo a mi vera tocándole las carnes a dos monleonetes. Demasiada carne, femenina, ofrecida como reclamo turístico en este certamen: ahora las peras de Gandía schorle, ahora las jamonas de Benidorm, allí las pechugas del carnaval de Nerja, por aquí las perlas del Caribe, por allí las panameñas con sus panameras… Y tantas noticias asquerosas que rodean mi cabeza: que si fulanito de tal ha dado un pelotazo del copón (y le ha adjudicado el montaje del stand de su empresa pública a su mujer por un importe del cientos de miles de euros), que si por aquí el presidente de tal comunidad autónoma va por este pasillo mientras veinte alcaldes de pueblos en los que NO hay actividad turística reseñable le van a la zaga chupando cámara, y culete, que si finiquita de tal viene a Ifema por la foto de rigor, bla, bla, bla. ¡Me aburrooo! No me interesan. Tampoco ha sido lo que había soñado el encuentro de blogueros de viajes que se celebraba en paralelo, en el mismo Fitur. Mea culpa (y van dos), no tengo contactos y no me he esforzado demasiado por obtenerlos. Pereza o bien debí sentir en algún momento que no encajaba en el ambiente. O ambas cosas.
Cerrado el tarjetero y convertido en un simple turista deambulando por las oficinas de turismo de medio planeta, eso no lo quiero yo para mi (ni para mi tiempo), salgo pitando de nuevo para el mundo real, el del relaxing cup de café con leche. No quería salir de Madrid sin probar unas bravas y media ración de calamares cerquita de la Plaza Mayor. Me los meriendo encantado en la Campana, y fotografío con la mirada esos grandes lugares que son la Gran Vía, con sus teatros, hoteles y el asqueroso tráfico; Sol, con sus monumentos y sus taxis; el mercado de San Miguel, con sus postmodernos y sus entusiasmados guiris; el barrio de las Letras, con sus tabernas e incómodos acomodadores; Lavapiés, con sus pícaros, sus supervivientes de todos los colores, sus soñadores y sus traficantes al por menor. Pienso en Sabina, lo tarareo y le ruego en silencio que se detenga; ojalá se hubiese apeado hace algún tiempo. Le sobraban los motivos. En cualquier caso, su verso blanco es un regalo para cualquier paseante que sepa apreciar el madriz más canalla. Gracias Joaquín, sin tu afonía esto no tendría ningún sentido para un extranjero como yo. Sería una simple maraña de calles, agradables, sucias si eso, y hasta peligrosas, a ratos. Y bares. Muchos bares. Volvemos a los bares, siempre bares. No sé si me animaré a volver a Fitur (al menos en las condiciones en las que lo he hecho este año), pero, mientras camino hacia Atocha en busca del tren, me doy cuenta de que estoy deseando regresar para pincho de tortilla regado con una cinco estrellas de barril. Qué desastre.