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Diario de Oktoberfest (IX): otra crónica insensata para empezar
Ya van tres otoños contando la misma historia, así es que este año había pensado en dejarlo correr. Imposible. Llevo dos días tarareando cancioncitas de música schlager sin poder hacer nada por remediarlo, las fotos de camisas cuadradas y aparatosos balcones inundan mi perfil de facebook y, por si fuera poco, al whatsapp me están llegando las últimas noticias del Wiesn, a lo que respondo finalmente abalanzándome sobre el teclado. La crónica majadera del primer fin de semana de Oktoberfest, pues, se me hace de nuevo inevitable. Empecemos:
Son las nueve de la mañana del sábado 20 de septiembre y este año ha tocado agua. Menuda tromba cayó anoche, viernes, en la previa. Nos cogió infraganti, tratando de celebrar los últimos coletazos del verano sentados en un biergarten. Hoy las cosas no pintan mejor, cielo gris y agua a trompicones que impacta con fuerza sobre el parabrisas del autobús. De momento somos dos, el chófer y yo, y nos vamos a alguna parte de las afueras de Múnich a buscar a un respetable grupo de 25 peruanos.
Un rato más tarde desembarcamos todos en la céntrica plaza de la Ópera. Supuestamente íbamos tranquilamente a ver el carillón, pero es bajar del microbio y ponerse a diluviar. Primera desbandada y dos docenas de señores y señoras que no tienen la más puñetera idea de dónde se encuentran desparramándose en busca de un quiosquito en el que comprar un paraguas, de un toldo bajo el que amagarse o, sí señor, de la primera foto del viaje. Adoro este trabajo.
Por suerte, aunque no sin algunas tensiones y subidas de tensión, nos reencontramos entre la muchedumbre de la plaza de María, todos sanos y salvos, pues la lluvia por lo general no hiere, solo moja. Poco a poco remite la tormenta, los pajaritos cantan, las nubes se levantan.
Para entonces ya es mediodía y a un par de kilómetros de distancia, en una carpa abarrotada de sedientos bebedores de cerveza, el inexperto alcalde Dieter Reiter se estrena en el arte de abrir barriles de cerveza mazo en mano. Por la noche veré la repetición por la tele y pensaré: qué poca gracia tienes burgomaestre!
Primera hora de la tarde y la sosería del regidor queda totalmente en segundo plano. Leed sino las noticias frescas que nos llegan, mientras, por cierto, yo voy terminando la tarea con mis peruanos en algún lugar de la Mancha. Abendzeitung: Samstag, 14:05 Uhr: Die erste Bierleiche. O lo que es lo mismo: el primer subnormal en agarrarse una cogorza descomunal en Oktoberfest consigue entrar en coma etílico a las dos de la tarde, tan solo dos horas después de la inauguración. Enhorabuena chaval.
No quiero ponerme melancólico otra vez con el tema camilleros, vomitadores y demás, que el asco y el morbo entorno al Wiesn me gustan más que a un tonto los palotes.
Bueno sí, una cançoneta i se’n anem: son las siete, se acerca la noche y alguien llama a Urgencias avisando de que hay una chavala en pelotas bañándose en el Isar. Borracha perdida, termina a la deriva. En helicóptero la sacan del agua. Francesa tenía que ser.
A estas horas paseo por fin por el Wiesn, entre empujones, grandes emociones y carpas cerradas a nuevos visitantes por sobresaturación. También borrachos, quizás por eso decido evadirme y subir a las alturas. Desde arriba, las cosas se ven mucho mejor. Creo que por hoy es suficiente.
Domingo 21. Maldición! Son las siete de la mañana, la lluvia ha vuelto a la ciudad y mi despertador está sonando, mientras Mariola duerme a pierna suelta. Qué suerte! O qué mala suerte, según se mire. Es el día del desfile grande en Oktoberfest. Lo de los 9.000 vestidos con trajes regionales ya lo he contado también, pero cuánto daría por darle a ese replay hoy y no al otro.
Va a ser que no. Me visto rápido y salgo escopetado en dirección al hotel donde aguardan puntuales los peruanos. Hoy toca… castillos! ¿Que qué castillos? Menos recochineo.
El día, en buena compañía, pasa volando y mientras decenas de miles de personas vuelven a revivir en Múnich la boda de Luis I de Baviera, yo simplemente vuelvo a conmemorar en los Alpes bávaros la historia de Luis II, el nieto díscolo. ¿Loco o cuerdo? ¿Suicidio o asesinato? ¿Homo o hetero? ¿Castillo o palacio? ¿Schnitzel o spätzle? Esto último me lo pregunto a mi mismo, ya sentado a la mesa.
Qué mal que se come por cierto en el Hotel Müller de Hohenschwangau. Y peor trato, servicio regular y unas ínfulas desbordadas que me ponen de los nervios. Menos mal que no me toca pagar la cuenta.
A todo esto, a la mesa de al lado se nos ha sentado el luchador mexicano, un colgado del DF que ha venido a ver Neuschwanstein con su tracht particular. Esto no es Oktoberfest, pero en según que asuntos se le parece.
Quizás animada por el atrezzo, mi compañera de mesa se desmelena y me remite a su receta maestra. Yo solo quería una small talk sobre gastronomía peruana, mistura, ceviche y esas cosas, y sin comerlo ni beberlo aquí estoy introduciéndome en el desconocido mundo del arroz a la pepsicola. Manda güevos, que diría aquel.
Con la barriga llena subimos al autobús, se me duermen la siesta y diría que hasta yo mismo prosigo lo que queda de día soñando despierto. Mi siguiente recuerdo es a las nueve de la noche. Llego a casa como salí: montado en bici, solo que empapado y afónico trece horas después. Veo al fondo el resplandor de las luces del festival. Es como si hubiese estado todo el día allí, pero sin haber estado.