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El dia que la ciutat va perdre els papers (i una Copa d’Europa)

Per mi, per sempre, el 19 de maig de 2012 serà recordat com el dia que Munic va canviar la seua cara. El dia que el futbol ho va trepitjar absolutament tot, i el Bayern. Dissabte assolellat en què per unes hores la ciutat va deixar de ser paradigma de la seguretat, del silenci o de la calma. Alegre com sempre, sorollosa com mai. Visceral. Roja i blava, en comptes de blaugrana i blanca. Policial. La plaça de Maria va presenciar una autèntica batalla campal, que afortunadament va quedar en una guerra de crits i de cervesa, entre cavallers britànics i bavaresos. El 19 de maig de 2012, dia de la final de Munic, fou també el dia en que…

… n’hi ha qui va deixar la veu a la plaça (i el cervell, de pardal, a casa)

… (reconec) no m’h vaig voler perdre

… alguns van beure com mai (o, potser, com sempre)

… es van esgotar les samarretes del Bayern (negoci redó)

… alguns (pocs) van preferir una missa

… els blaus i els rojos anaven junts al metro, atapeïts i amb algun mico pel mig

… un japonés menudet va pagar 5.000 euros per una entrada en la revenda

… l’Allianz Arena va viure un ambient senzillament espectacular

… una senyora va recollir 1.000 envasos d’entre la brossa (i es va guanyar 150 euros per fer la compra de la setmana)

…no fou necessari reservar taula per a sopar (els restaurants on no feien el futbol)

… cents de milers ho van viure junts davant una pantalla de TV

… a última hora, un tal Drogba va xutar un penal, va fer gol i va deixar caure una jerra d’aigua freda sobre Munic (tant previsors com són, ningú ho havia previst ací, això de la derrota)

…n’hi ha qui no recordarà mai el que va ocórrer

… alguns sí ho veien vindre (els que guanyen sempre)

… a la mitjanit, Odeonsplatz era la festa a la disco d’un hotel; Leopoldstrasse esdevingué la travessera dels elefants (vermells)

… al final del tot, el metro pareixia un cementiri (mentre la Copa d’Europa viatjava ja camí de Londres)Tot això i més va passar el 19 de maig a Munic. Atònit (i atent), m’ho vaig mirar.

El viaje, la billetera y la pelota

Cuando llegué a la puerta del gran hotel, Joäo, hijo de Sócrates, y su esposa, Larissa, me esperaban en la glorieta postrados sobre la carrocería del gran auto alemán que habían alquilado. Casi habían venido a Múnich desde Sao Paulo expresamente para ver la final de la Champions League, el 19 de mayo, y la primera cosa que quisieron hacer a su llegada fue conocer el estadio de fútbol. Por eso me habían mandado llamar, y esa es la razón por la que me pidieron que nos apresuráramos a visitar el magnífico Allianz Arena. Como Cicerón, acepté encantado y les conduje directamente al escenario de la final. A nuestra llegada acudió a saludarnos la fina lluvia de los días húmedos y también un señor de mediana edad, cabellos grises, largos bigotes y piel áspera, como lijada por los inviernos de Baviera. Al bajar la ventanilla, Helmut se dirigió a nosotros con su voz seca y cortante y nos advirtió de que ya nadie, desde aquel 12 de mayo, podía visitar el estadio hasta la celebración del partido. Joäo, que de pequeño aprendió a jugar en la calle descalzo y cuyo afortunado hijo calza hoy las mismas botas que Messi, se sintió desconsolado. Aunque espetó a Helmut, pronto observó que la firmeza germana lo abraza absolutamente todo en esta tierra, por lo que comprendió que la visita era imposible. Al ver que el contratiempo no borró su sonrisa bondadosa, pregunté al hijo de Sócrates por el motivo de su alegría, dado que no podría conocer el estadio y no podría ver la gran final en vivo, al no tener una de las 70.000 localidades, ya agotadas. En ese preciso instante, Joäo me reveló el as que escondía en la manga: “No hay problema, iremos a la reventa”.  Indulgente de mi, acompañé a la pareja al lugar oscuro donde se venden las entradas cuando no quedan. Allí me explicaron que éstas nunca se agotan, puesto que siempre las reproducen, si bien su precio nunca deja de subir hasta el infinito. Los visitantes brasileños parecieron no tener problema por esta situación y, tras sacar a relucir una enorme billetera, Joäo pagó ante mis ojos unos 3.000 euros por dos asientos para acudir en primera persona a la gran cita. “Un día es un día”, se justificó, argumentándome que se había limitado a adquirir los tickets más económicos disponibles. Siguió hablándome durante unos minutos, aunque yo desconecté por completó de aquella conversación. Creo que en aquel instante dejé incluso de amar el deporte rey, aquel que practicó el mismo Sócrates con tanta belleza, como Pelé, Di Stéfano, Cruyff o Beckenbauer. Incluso Maradona, antes de caer en desgracia. Todos ellos iconos de un universo, compartido por mi, que levanta pasiones en el planeta entero. Desde aquella mañana no consigo quitarme de la cabeza la imagen de la billetera. El próximo sábado, Joäo y Larissa comerán pipas sentados en sus confortables asientos de cuero azul, observando la alopecia de Robben, la robustez de Drogba o las manos blandas de Neuer. Yo los miraré a todos ellos por la televisión, y, aunque mi camiseta lucirá un escudo del Bayern de Múnich, nada conseguirá suprimir el regusto amargo. Y no será por la cerveza, sino por aquella billetera de piel, que esconde tras de si el barro sucio en el que todavía juegan al fútbol muchos niños, y el hambre, y la injusticia, y la guerra… y todo aquello que casi nadie en este mundo verá en la noche del 19 de mayo, encandilados todos por la pelota.